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Este 8 de marzo las calles de Chihuahua resonarán con las voces de niñas, adolescentes y mujeres, unidas en un clamor por la igualdad y la paz. Marchamos por el derecho a ser serenamente felices, en un mundo donde la violencia no tenga cabida.
Nuestra convicción es inquebrantable: la lucha por los derechos de las mujeres aún no ha terminado. Las cifras del INEGI son alarmantes: la violencia contra las mujeres ha aumentado un 130% desde 2015. Los feminicidios, crímenes de odio que nos arrebatan a nuestras hermanas, han registrado un incremento del 95% en el mismo período, pasando de 413 a 807 casos denunciados en 2024.
Para mí, esta década es un paradigma. En 2015, participé en mi primera marcha del 8M en la Ciudad de México. Diez años después, la impunidad, la desigualdad y el dolor persisten, incluso se han intensificado. Más allá de las estadísticas, hablamos de vidas truncadas, de historias de sufrimiento y frustración. ¿Acaso alguien duda aún de por qué marchamos?
Marchamos porque aún queda un largo camino por recorrer. Anhelamos un futuro donde todas las niñas crezcan libres de violencia, con acceso a educación de calidad y oportunidades para alcanzar su máximo potencial. En México, 10 mujeres desaparecen cada día, víctimas de la violencia machista, por ser mujeres.
Para muestra, otro botón: la mortalidad materna ha retrocedido 30 años, pasando de 48.7 a 72.4 muertes por cada 100,000 nacidos vivos.
Exigimos políticas públicas y presupuestos con perspectiva de género, que atiendan las causas profundas de la desigualdad. No bastan las cartillas de derechos si no se garantizan su cumplimiento. Urge una asignación presupuestal adecuada para que la Secretaría de las Mujeres federal opere con eficacia.
Soñamos con un mundo donde las mujeres caminen libres y seguras, donde seamos serenamente libres de ser quienes somos y que ese camino sea aquel en que cada una se sienta serenamente segura y en paz de ser quien es.
Tenemos una deuda para las mujeres que ya están aquí y siguen invisibilizadas: víctimas no solo de la violencia sino de la pobreza y discriminación por sus orígenes étnicos, condiciones sociales, económicas, entre otros. La verdadera igualdad se alcanzará cuando las barreras se derrumben, cuando nuestros derechos se ejerzan plenamente.
Demandamos el fin de la brecha salarial, la ruptura de los techos de cristal y la corresponsabilidad en el hogar. Reconocemos el valor de los cuidados, servir con amor es una de las cosas más maravillosas que hacemos, pero exigimos que sean remunerados y reconocidos para que la justicia actúe con perspectiva de género.
Es urgente desestigmatizar la protesta feminista. No somos un bloque monolítico. Somos diversas, con pluralidad de ideas: no somos una sola imagen ni un sólo bloque, somos muchas y muy diversas. Hay expresiones de rabia que consideran su respuesta legítima. Pero también marchamos cristianas, convencidas de la dignidad de la persona. No hay un solo feminismo.
Somos muchas, somos diversas, y cada vez somos más quienes entendemos que la igualdad de género no es solo un ideal, sino un imperativo ético y una condición indispensable para el desarrollo de nuestra sociedad.
Este 8 de marzo, marcho y marchamos porque aún falta porque luchar.