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En medio del torbellino digital que gobierna nuestras vidas, donde el teléfono vibra sin cesar y las notificaciones se suceden como un metrónomo, surge una pregunta incómoda: ¿de verdad estamos comunicándonos?
Plataformas como WhatsApp han transformado radicalmente la forma en que interactuamos, simulando una cercanía que muchas veces deja un vacío profundo. Sacrificamos la escucha atenta, la reciprocidad y el ritmo pausado de una conversación genuina en el altar de la inmediatez.
Hoy lanzamos mensajes, emojis o audios desde cualquier rincón del mundo, a cualquier hora. Pero bajo esa aparente accesibilidad se esconden dinámicas inquietantes. ¿Quién no ha sentido un nudo en el estómago esperando una respuesta urgente que no llega? ¿Cuántas veces interrumpimos un momento importante para escuchar un audio que pudo resolverse en dos líneas de texto? ¿Quién no ha escrito o recibido mensajes que parecen monólogos de catarsis? ¿No sería más sencillo tomarnos unos minutos para hablar?
Los mensajes de voz son el símbolo perfecto de esta nueva lógica unidireccional: exigen tiempo, atención inmediata y disponibilidad absoluta, sin considerar el contexto del otro. Grabar un audio toma el mismo tiempo que hacer una llamada, pero rara vez se compara en empatía. Se vuelven monólogos impuestos, que sofocan la riqueza del diálogo verdadero. Afortunadamente, hoy existen funciones para convertirlos en texto, porque hay situaciones donde simplemente no podemos –ni queremos– escuchar sin saber de qué se trata.
Cada mañana, muchos recibimos mensajes con piolines, flores y buenos días. Un gesto amable, sin duda, que nos recuerda que alguien pensó en nosotros. Pero esa expresión de afecto no debe sustituir la convivencia genuina, la conversación auténtica, el conocimiento real de quienes decimos amar.
La comunicación digital ha borrado la línea entre estar disponibles y estar presentes. Estar “en línea” no significa estar ahí. Aun así, actuamos como si lo fuera. Se desdibujaron los horarios hábiles, las pausas sociales, la cortesía mínima. Me incluyo. Vivimos hiperconectados en todos los ámbitos, como si responder inmediatamente fuera una obligación moral.
Claro que muchas veces no podemos —o simplemente no queremos— contestar. Y es válido. Pero podríamos hacerlo con un mínimo de cortesía, paciencia y empatía. Olvidamos que estas plataformas no son telégrafos modernos, sino medios para dialogar. Dejamos conversaciones en suspenso sin la franqueza de cerrarlas, como si estuviéramos compartiendo un café y, de pronto, nos levantáramos sin decir una palabra, dejando al otro con la taza en la mano y la conversación a medias. Y luego nos sorprende que se incomode. ¿De verdad cuesta tanto decir “sí”, “no”, “no puedo”, “me reporto al rato”? Si estuviéramos en persona, no nos marcharíamos sin una disculpa o sin avisar. Las redes han normalizado lo que, en cualquier otro espacio, se consideraría una descortesía elemental: la indiferencia.
Urge un “Manual de Carreño” para las aplicaciones de mensajería.
A la ansiedad por la respuesta tardía, añadimos el rechazo sutil de quien deja el diálogo en el aire o simplemente desaparece. El ghosting –esa práctica cada vez más común de cortar toda comunicación sin aviso– se ha normalizado como una forma moderna de la Ley del Hielo. Estudios documentan el impacto emocional que genera: frustración, ansiedad, confusión.
Nos hemos vuelto expertos en tolerar la descortesía, la evasión y la indiferencia como parte del paisaje cotidiano. Lo más preocupante es que esta lógica silenciosa empieza a permear en nuestras relaciones más profundas: en la familia, en el trabajo, en la comunidad. Si el diálogo es el cimiento de toda relación humana, urge reflexionar sobre el tipo de tejido social que estamos construyendo.
Frente al amor y la responsabilidad de un encuentro sincero, de escuchar una voz, sostener una mirada o compartir un silencio significativo, hemos preferido la fugacidad digital. Lo efímero. Lo superficial. Lo sin tono, ni pausa, ni gesto.
Así, la hiperconexión que prometía acercarnos ha terminado por desconectarnos emocional y éticamente. Nos ha dejado, paradójicamente, más solos que nunca.
Este fenómeno no es trivial. La forma en que nos comunicamos refleja el tipo de sociedad que estamos creando. Si aspiramos a una comunidad más empática, justa y solidaria —aquí en Chihuahua y en todo el país—, debemos rescatar la calidad del diálogo como valor fundamental.
Eso implica volver a honrar la palabra con intención, cumplir los compromisos del calendario, escuchar de verdad y respetar el tiempo del otro.
La tecnología es una herramienta, no un fin. Está en nuestras manos decidir si la usamos como puente o como muro. La pregunta no es si estamos conectados, sino si estamos verdaderamente disponibles. Si estamos presentes, aunque la distancia física nos separe.
Porque en esta época donde todo parece exigir una respuesta inmediata, tal vez el acto más revolucionario sea detenernos… y volver a conversar.