
Firma Trump orden ejecutiva para autodeportación
Patrick Crusius, el joven que en 2019 disparó contra 45 personas, de las cuales 9 eran mexicanas, en un Walmart de El Paso, ya fue sentenciado: 90 cadenas perpetuas, más otras 23 adicionales por cada asesinato cometido. Crusius viajó más de 1,000 kilómetros para "detener una invasión hispana", según su propio manifiesto. No actuó solo; fue producto de un sistema donde el odio tiene micrófono abierto y las armas, puertas abiertas.
Medios como Quadratín Chihuahua nos recordaron que ocho de las víctimas eran mexicanas. No era casualidad: Crusius eligió un lugar donde sabía que encontraría "suficientes personas hispanas". Eso nos recuerda que las palabras, cuando son irresponsables, pueden llegar a matar.
Y mientras en Estados Unidos la violencia racial crece, el FBI reportó un incremento de 41% en crímenes anti personas latinas entre 2018 y 2020, y pues como buen país vecino, México tampoco puede presumir ser un oasis de respeto. Aquí también hemos normalizado el lenguaje de confrontación, la narrativa de "ellos contra nosotros", desde diferentes trincheras políticas y sociales.
La diferencia es que, en Estados Unidos, la facilidad de acceso a armas de guerra convierte cada discurso violento en una tragedia potencial. Allá, según el Departamento de Justicia de Estados Unidos, casi 4 de cada 10 hogares poseen armas de fuego, y en 2022 hubo más de 600 tiroteos masivos y cada año incrementa ese número se incrementa un poco más. Crusius solo fue uno de tantos, aunque su ataque dolió más porque puso rostro y nombre al odio: personas latinas, mexicanas, familias chihuahuenses como las nuestras fueron afectadas.
Pero en medio de toda la tragedia, hubo un momento que me sorprendió y cautivo profundamente: la imagen de la viuda de una de las víctimas abrazando al asesino. Un gesto que no excusa ni olvida, pero sí trasciende. Un abrazo que, aunque breve, le puso humanidad al horror. Un instante donde quedó claro que no todas las personas eligen o elegimos odiar, incluso cuando tendríamos razones para hacerlo.
El Paso no debería verse como un hecho aislado, ni allá ni acá. Cada vez que permitimos que el lenguaje de odio gane espacio en los medios, en las redes o en la política, abonamos el terreno para nuevas tragedias. Cada vez que banalizamos la violencia, también renunciamos un poco a nuestra humanidad.
Desde México, donde también hemos sufrido discursos que separan en lugar de unir, deberíamos ver este caso no solo como una tragedia ajena, sino como una advertencia. Las palabras importan. Las armas matan. Y el odio, aunque útil para ganar elecciones, siempre cobra su factura en vidas humanas.
Y, aunque a veces parezca que todo está perdido, esa foto, ese abrazo improbable, nos recuerda que todavía hay esperanza en la humanidad.
No dejemos que aquí también ganen las personas que siembran miedo para cosechar poder.