
Asesinan motociclistas a hombre en colonia San Agustín
Una jornada electoral que prometía acercar la justicia al pueblo terminó generando incertidumbre, desinformación y miedo institucional.
El pasado domingo 1 de junio, México vivió una jornada electoral que, en teoría, marcaría un antes y un después en la historia democrática del país. Por primera vez, la ciudadanía tuvimos la oportunidad de elegir directamente a jueces, juezas, magistraturas y personas ministras. Una medida que, según sus promotores, prometía acercar la justicia al pueblo y fortalecer la transparencia institucional. Pero como suele pasar en este país, la práctica distó mucho del discurso.
Con una participación ciudadana que apenas alcanzó entre el 12.57% y el 13.32% a nivel nacional, según datos del INE, la legitimidad de este ejercicio queda, por decir lo menos, en entredicho. En Chihuahua, históricamente reconocido por su participación cívica, esta vez las urnas reflejaron más desinterés que entusiasmo. Un dato que no sorprende si una se asoma a la realidad del país: la gente está cansada, confundida y, en muchos casos, francamente harta.
Yo salí a votar. Lo hice con la convicción de que, si no decidimos nosotras, lo harán por nosotras. Pero no fue una experiencia alentadora. Casillas que abrieron tarde por falta de capacitación del funcionariado, personas en las filas sin tener idea de a quién o por qué iban a votar, y un ambiente generalizado de apatía. Filas cortas, sí, pero no por eficiencia: por falta de participación. Un ejercicio que se sintió más improvisado que democrático.
Es irónico, y preocupante, que una reforma tan profunda al sistema de justicia se haya implementado sin información ni procesos claros previos. ¿Cómo se puede esperar que la ciudadanía elija entre más de 800 perfiles técnicos si ni siquiera se explicó, en lenguaje ciudadano, qué hace una magistratura o una persona ministra? ¿Cómo generar confianza institucional si, varios días después, aún no sabemos con certeza quién ganó?
Y mientras afuera reinaba la confusión, adentro de las instituciones judiciales el ambiente es de miedo. Muchas personas juzgadoras temen perder los espacios que han construido con años de servicio. Hay incertidumbre, preocupación legítima por la estabilidad laboral y, sobre todo, por el futuro de la justicia especializada. La sensación es que todo puede cambiar de un día para otro, y no necesariamente para bien.
Esta elección, que debía ser un paso hacia una justicia más cercana, ha dejado más dudas que certezas. Vienen meses de reacomodos, de bloques políticos, de curvas de aprendizaje forzadas. Pero mientras tanto, la ciudadanía, otra vez, es quien paga el costo de la improvisación institucional.
Ojalá esta experiencia sirva, al menos, para reconocer que las transformaciones profundas no se dejan al azar: se construyen. Y que democratizar la justicia no es ponerla en una boleta. Es garantizar que funcione, que sirva y que sea verdaderamente para todas las personas.