
Rechazan 6 millones de ciudadanos apoyar al INE para elección judicial
CHIHUAHUA, Chih., 16 de marzo de 2025.- Como comunidad nacional estamos en gran deuda inmediata con el Colectivo Guerreros Buscadores de Jalisco. Con los hallazgos de restos de personas desaparecidas en el Rancho Izaguirre de Teuchitlán en esa entidad federativa, han logrado devolver a las conciencias de muchísimas personas compatriotas el imperativo de hacer frente a la tragedia humanitaria que se instaló y propagó con la expansión de los carteles de las drogas.
Se ha comentado antes, América Latina fue el espacio donde modernamente se identificó el fenómeno de la desaparición forzada de personas por la acción arbitraria de agentes del Estado; a ese grave antecedente se agrega, en nuestro país, la oprobiosa epidemia de desaparición de personas a cargo de particulares; la privación de la libertad de una persona con el ocultamiento de su paradero o ejecución, sustrayéndola de la protección de las leyes y las instancias para hacerlas valer.
Esta conducta representa uno de los retos mayores de la delincuencia de mayor peligrosidad para las instituciones públicas; el poder del Estado es desplazado, burlado y superado. ¿Cómo es posible que un grupo criminal disponga de la libertad de una persona? No hay ningún argumento que lo justifique. Los hechos y las investigaciones arrojan motivaciones diversas: solicitar dinero por el “rescate”, incorporar personas a las filas de la delincuencia como fuerza de trabajo forzado y disminuir las capacidades de grupos rivales mediante la vulneración de sus integrantes y personas vinculadas con estas.
La desaparición se convierte en la antesala de la muerte con el ocultamiento del crimen y los elementos que podrían permitir investigarlo y procurar justicia. Es la impunidad personificada en los grupos delincuenciales que recurren a ella por la falta de convicción, rigor y compromiso del Estado Mexicano para enfrentar el problema y cambiar la tendencia de varios lustros a que ocurran y se incrementen las desapariciones.
La gravedad de la situación y el imperativo de atenderlo se ilustra por el elevado número de personas desaparecidas y la tendencia al incremento del ilícito.
Entre 2006 y 2024 la estadística reporta la desaparición de más de 123 mil personas, siendo un fenómeno que entre diciembre de 2018 y febrero de 2025 tuvo un incremento del 130 por ciento. Si consideramos que en los primeros cien días del presente período presidencial se contabilizaron 40 desapariciones por jornada, puede apreciarse el alcance de las tareas institucionales para llevar a cabo las investigaciones de cada caso y establecer el paradero de la persona.
El incremento de este delito y el severo deterioro que causa hoy y por generaciones en el tejido social, hace indispensable replantear las respuestas institucionales; la evidencia más contundente es la formación de colectivos de personas familiares de las víctimas para llevar a cabo la búsqueda y, desde luego, de fosas clandestinas donde pudieran estar depositados sus restos. Una búsqueda de esta naturaleza ha conducido a localizar sitios de detención ilegal y de ejecución e incineración de los cuerpos de las personas desaparecidas. Se ponen frente a frente la incapacidad institucional con el compromiso de los familiares de las víctimas por esclarecer hechos y encontrar la verdad.
Dentro de la crisis de inseguridad pública que padece el país, el indicador de los homicidios dolosos y, específicamente, de aquellos relacionados con la delincuencia organizada ha sido atendido como un componente de valoración de las instancias competentes de la prevención, la investigación y el enjuiciamiento. Con los últimos años se ha acentuado el indicador de las desapariciones como un complemento necesario por el origen y la naturaleza del ilícito.
Sin embargo, en uno y otro se reflejan periódicamente los componentes de la disputa política o, quizás mejor, de la disputa en la identidad partidista por la presentación de resultados y de descalificaciones. En el gran tema de la seguridad pública, no se ha logrado que un problema de evidente apremio para la sociedad se enfrente con criterios y visión de Estado.
El ánimo por acreditar resultados -de la mano de la propaganda-, en vez de politizar a la población con las premisas de la cultura de la legalidad, la abstención de convivir con los generadores de la violencia y los delitos y el valor de la denuncia, muchas veces aparece dirigido a tres objetivos: (i) eludir las responsabilidades del orden de gobierno por el cual se actúa, refiriéndose que compete a otro; (ii) desdibujar el deber propio a partir del deslinde de la o las gestiones precedentes, como si la continuidad de las instituciones dependiera de la voluntad del titular, y (iii) aducir las dificultades y retos a las gestiones basadas en postulaciones de formaciones partidistas ajenas a la propia.
En este momento en el cual Donald Trump nos amaga y logra que el gobierno federal le informe sobre su desempeño en seguridad -acá es correcto el énfasis de la cooperación, pero allá es la certificación del siglo pasado en el escritorio de la Oficina Oval-, cabría promover de nuevo la reflexión para que los asuntos de seguridad se asuman con una visión de Estado y no solo de gobierno o, peor aún, del partido mayoritario.
Si bien la competencia electoral acentúa la visión y la propuesta de la parte -del partido-, el interés nacional habría de mover a la visión y la propuesta de Estado. En el horror de las desapariciones y la vergüenza de asimilarlas al deterioro cotidiano que se acumula y parece normalizarse, las lecciones de los colectivos de personas buscadoras deberían motivar a los liderazgos políticos a dialogar y construir un acuerdo supra-partidista de los tres órdenes de gobierno y la sociedad para combatir de raíz ese delito.
Cabría reconocer, en primer lugar, que las instancias competentes requieren del personal preparado suficiente, recursos materiales a la altura del reto y financiamiento público indispensable; también, abandonar las explicaciones sobre por qué la responsabilidad no es parte de la esfera en que se actúa.
Si las desapariciones son la prueba indiciaria del control territorial de los carteles de las drogas, ¿no resultaría interés prioritario del Estado Mexicano actuar en la unidad de sus componentes para sancionar a los responsables y erradicarlas o, al menos, disminuirlas significativamente? Que el horror y la vergüenza hagan viable el retorno de Estado.