
Se aferran por horas en camioneta remolcada
Hace poco leí un artículo del New York Times que me dejó pensando: ¿la inteligencia artificial (IA) realmente nos está simplificando la vida o, por el contrario, nos está quitando capacidades? No es casualidad que muchas de las personas más ricas e influyentes del mundo y, no hablo de artistas, sino de quienes deciden hacia dónde se mueve el planeta en lo económico, tecnológico y político, retrasen lo más posible el uso de celulares en sus hijas e hijos. Ellos entienden algo que a veces olvidamos: la tecnología es una herramienta, no una necesidad vital.
El problema no es la existencia de la IA, sino la dependencia que hemos generado. Antes resolvíamos problemas con razonamiento, creatividad o, al menos, con una conversación cara a cara. Hoy, basta preguntar a ChatGPT, Grok, a Google o a TikTok para obtener una respuesta instantánea. ¿Más rápido? Sí. ¿Confiable? Tal vez. Pero también más superficial. Nos hemos vuelto expertas en respuestas inmediatas, pero menos hábiles en el pensamiento crítico.
La niñez es el sector más vulnerable en esta ecuación. Si como personas adultas ya delegamos buena parte de nuestras capacidades en la IA, ¿qué pasa con quienes apenas están desarrollando su forma de comprender el mundo? Un niño o niña que no experimenta la espera, el error, la frustración o el esfuerzo por encontrar una respuesta, difícilmente aprenderá a pensar por sí mismo. Y si de entrada sustituimos la curiosidad por una pantalla, lo que formamos son personitas consumidores de información, no ciudadanía crítica.
En lo personal, creo que esta crisis de pensamiento no es casualidad, sino funcional al sistema. Sociedades menos críticas cuestionan menos y consumen más. A la vez, me resulta muy revelador que quienes concentran el poder económico y tecnológico tengan claro que la inteligencia no puede depender de un dispositivo, y por eso imponen reglas estrictas en sus hogares: cero pantallas a temprana edad, cero celulares como distractores, cero permiso disfrazado de “modernidad”.
Paradójicamente, mientras en sectores de clase media o trabajadora damos celulares a niños y niñas cada vez más pequeños, convencidas de que “no los estamos relegando”, las élites entienden que eso empobrece la mente. Y no porque la IA o los celulares sean malos en sí, sino porque usados sin medida anulan la capacidad de pensar, de aburrirse, de crear, de cuestionar.
No se trata de satanizar la tecnología, sino de ponerla en su lugar. La inteligencia artificial llegó para quedarse, pero nuestra inteligencia humana también debe quedarse. Y para eso hay que ejercitarla, no delegarla. Tal vez el verdadero reto de nuestra generación sea volver a enseñar a niñas, niños y adolescentes a pensar por sí mismos, y recordar que un celular no es ni premio ni castigo, mucho menos necesidad. Es, simple y llanamente, una herramienta.
Porque si dejamos que la IA piense siempre por nosotras las personas, corremos el riesgo de olvidar cómo hacerlo. Y ese, segura estoy que todas las personas estamos de acuerdo, sería el mayor retroceso.