
Mira lo que hacen
Hablar de justicia en México es adentrarse en una realidad compleja, dolorosa y frustrante. Es tocar una herida abierta que millones de mexicanos llevan a cuestas cada día, al no recibir del Estado la protección que les corresponde por derecho. La justicia, ese ideal que debería sanar lo que nos lastima, se ha convertido en una ilusión lejana para la mayoría.
¿Realmente funciona la justicia en nuestro país? ¿Es posible hablar de una justicia pronta y expedita cuando, según datos oficiales, solo el 1% de los casos llega a una sentencia? Esto significa que de cada 100 personas que sufren un delito, apenas una obtiene una respuesta judicial, y no siempre favorable. Lo demás se diluye entre la burocracia, la corrupción, el miedo y la desconfianza en las instituciones.
La justicia no debería ser privilegio de unos pocos, ni aplicarse con vara distinta según el rostro del acusado. Sin embargo, en México solemos repetir —casi como un mantra— aquello de “que la justicia caiga sobre las tierras del compadre”, como si la ley debiera ser selectiva: compasiva con los amigos y despiadada con los enemigos. Esta concepción errónea mina el verdadero sentido de justicia, que debería ser igual para todos, sin importar posición, apellido o cercanía al poder.
Hoy, en vísperas de una elección crucial para el futuro del Poder Judicial, los mexicanos nos encontramos en una encrucijada. No solo se trata de elegir a quienes tendrán la responsabilidad de juzgar en el futuro. Se trata también de replantear lo que esperamos de la justicia y de quienes la imparten. El reto es mayúsculo, pues implica entender que un juez no puede vivir únicamente entre códigos y libros, sino que debe tener los pies bien puestos en la realidad que vive la sociedad. Debe conocer el dolor de las víctimas, la impunidad cotidiana, y los contextos que hacen que la ley, muchas veces, llegue demasiado tarde o no llegue nunca.
Como sociedad, debemos exigir un Poder Judicial empático, imparcial, comprometido con la paz y con una verdadera cultura de derechos. La justicia no debe ser un privilegio ni una moneda de cambio política. Debe ser la base de la confianza social, el pilar que garantice que, ante un agravio, habrá un camino claro y justo para reparar el daño.
La justicia de mis anhelos no es perfecta, pero sí posible. Es aquella que no se rinde ante la corrupción ni se doblega ante el poder. Es una justicia humana, que comprende que en los conflictos nadie gana realmente, y que su principal misión es evitar que esos conflictos escalen al delito.
Como siempre, esperamos —quizá con más esperanza que certeza— que el “pueblo sabio y justo” tome la mejor decisión. Y que esta vez, quienes lleguen al poder judicial no olviden que detrás de cada expediente hay una historia de vida, un dolor, una demanda legítima. Que actúen con ética, sensibilidad y valentía.
Porque solo así podrá nacer, algún día, la justicia de nuestros anhelos