
Sofocan bomberos incendio de troca en colonia Santa Rita
Con independencia de las caracterizaciones que desde la perspectiva analítica y científica de lo social pueden hacerse del gobierno federal precedente y del actual, cada vez parece más sólida la consideración de que estamos ya en un nuevo régimen. El ejercicio del poder responde hoy a otro orden de (1) valores: mayoría sin inclusión de la pluralidad, desinstitucionalización de la gestión de los derechos o capitalización en primera persona y dogma populista polarizante que rechaza la conciliación de los intereses diversos en aras de la armonía en el país; (2) normas: la catarata de reformas constitucionales y legales para concentrar el poder en la presidencia y sus dependencias y dar paso a la preeminencia militar-policial (con su lucha por definirse); y (3) estructuras para gobernar: renuncia de las entidades federativas con gobierno afín a ejercer sus competencias con libertad, sujeción del Congreso a la voluntad presidencial y Poder Judicial sin independencia real y pérdida del servicio de carrera en las personas titulares de la función de impartir justicia. No pervive ya el régimen post revolucionario ni el de la transición a la democracia. Es otro régimen.
Viene ahora el cerrojo. Se aprobaron 17 reformas constitucionales del expresidente López, aunque una –producción de maíz libre de modificaciones genéticas– ajustada y modificada; sin menoscabo de otras de la Dra. Claudia Sheinbaum Pardo que se aprobaron, quedó pendiente la iniciativa en materia electoral. Su momento se aprecia estratégico: es el cerrojo. En la lectura desde el poder de los pasos dados y la evaluación objetiva de la elección judicial de junio último, cabe la reflexión de alcanzar la meta, pero sin el cauce que permita considerarla una experiencia de éxito para la participación ciudadana y por lo cual era solo cuestión de días que se actualizara la voluntad presidencial por abocarse a la reforma electoral.
Entre el deseo y la realidad suele habitar la esperanza, pero también la ingenuidad. Quienes pudieran haber acariciado la idea de revivir cualquier episodio nacional precedente o internacional pertinente sobre el diálogo amplio del mosaico político del país, de los sectores académicos, de la ciudadanía organizada sin militancia partidista y de cualquier persona interesada en la exploración de los entendimientos para modificar las reglas de acceso democrático al ejercicio del poder y el diseño de las instituciones a cargo de garantizar los derechos políticos de votar y ser votado en comicios libres, auténticos, competidos y equitativos, encontraron la confirmación del talante autoritario y excluyente del grupo en el poder al anunciarse la creación de la Comisión Presidencial para la Reforma Electoral.
El Decreto (DOF 04.08.2025) es sencillo y revelador: (i) interlocutor ambiguo e indeterminado: el pueblo; (ii) objeto centralizado y uniforme: hacer el análisis del sistema político-electoral y proponer las reformas; (iii) tirar aceite para ver quien resbala primero: constituir grupos de trabajo; (iv) integración para-monolítica: siete personas directamente subordinadas a la presidenta, quien para despejar cualquier duda es la presidenta de la Comisión; y (v) diálogo controlado: regular la invitación a quienes harán uso de la voz en sus sesiones.
Vayamos por unas pinceladas de los antecedentes recientes para considerar cuáles serán las propuestas que emanarán de esta Comisión: (a) sucesión presidencial adelantada con “proceso político” violatorio de la Constitución y las leyes electorales; (b) erogaciones cuantiosas sin control ni rendición real de cuentas por quienes asumieron las precandidaturas de la alianza oficialista; (c) intervención del expresidente López para promover a la candidata oficial en contra de la prohibición constitucional expresa y las resoluciones del Instituto Nacional Electoral (INE); (d) captura por el oficialismo de la mayoría en el Consejo General del INE y de la Sala Superior del Tribunal Electoral; (e) fraude a la Constitución y conversiones por efectos del poder desnudo para obtener la mayoría calificada en la Cámara de Diputados y en el Senado; y (f) control y manipulación del proceso judicial electoral y de la expresión de los votos de la población que acudió a las urnas.
¿Podría pensarse que los elementos anteriores son el sustento de un genuino ofrecimiento de diálogo, elaboración de un diagnóstico de amplio espectro sobre el sistema electoral, identificación de objetivos compartidos -al menos conceptualmente- y disposición para el entendimiento y el acuerdo? Pienso que no; al contrario, son la ruta que da pie a poner en la mesa el cerrojo electoral para que el nuevo régimen no se vea amenazado por la competencia en los comicios.
Por tomar dos ejemplos, si en 1977 el gobierno priista estaba convencido de tener un problema de legitimidad por su hegemonía y el peso que ello implicaba en lo interno y externo; o si en 1996 el presidente Ernesto Zedillo estaba convencido que sin garantías adecuadas para la equidad en la competencia electoral no podríamos celebrar elecciones auténticamente democráticas, en lo que se percibe, escucha y lee del nuevo régimen el pensamiento es totalmente distinto.
La pluralidad política y social no está presente para el diálogo y el acuerdo, solo para la polarización y la confrontación. La arrogancia del oficialismo surgida a la luz de las pinceladas precedentes está plantada en un referente distinto para postular y sustentar la legitimidad del régimen, que es, paradójicamente, un razonamiento falaz de petición de principio: somos mayoría; es decir, la legitimidad de origen deviene del democratismo populista, de ser la mayoría, en tanto que la de desempeño se sustenta en lo mismo y se complementa con los objetivos de la gestión ofrecida, aunque ya sin controles democráticos como la separación de poderes y el sistema de frenos y contrapesos.
El nuevo régimen no concibe la formación de entendimientos y la construcción de acuerdos con quienes piensan distinto y tienen propuestas que contrastan con las suyas, porque asume que carecen de legitimidad al no ser la representación mayoritaria del pueblo y porque sus objetivos son contrarios a aquel. De Perogrullo: el poder lo tiene el nuevo régimen, pero sin un acuerdo nacional fundamental sobre los valores, normas y estructuras de gobierno. Y como su legitimidad es de exclusiva valoración propia no habrá deliberación real ni libre, solo propaganda y el riesgo latente de imposiciones. La pluralidad se enfrentará a la simulación, la propaganda y la imposición.