
Que CNTE decida si quiere diálogo este miércoles con Segob: Sheinbaum
Un ciudadano —uno cualquiera, como usted o como yo— se atrevió a increpar a Noroña en la sala VIP del aeropuerto de la Ciudad de México. Y si bien no lo hizo de la manera más educada, ejerció su derecho a la libertad de expresión, al señalar con toda razón, la incongruencia de quien pregona la austeridad republicana desde un sillón de la sala Premier de American Express. Por ese atrevimiento —el de incomodar al poder— se le obligó a arrodillarse, a leer una disculpa redactada para calmar el ego del político poderoso, y a hacerlo con los recursos del Senado, escoltado por la fiscalía, en un montaje que huele más a república bananera que a democracia.
La escena recuerda a las purgas de Mao, donde los disidentes eran forzados a confesar sus “errores” públicamente antes de ser ejecutados, y la factura de la bala era enviada a sus familias. No estoy exagerando: el mensaje es el mismo. Hoy no hay ejecuciones físicas, pero sí morales, y no se dispara un arma, pero se dispara la narrativa del escarnio, de la humillación, de la destrucción del otro por el simple hecho de disentir.
¿Quién fue el verdugo? El mismo que hace años marchaba con un retrete en la mano denunciando la inmoralidad del poder y hasta se negaba a pagar el impuesto de un refresco, ese que decía respetar el derecho a la protesta, aunque no coincidiera. Fernandez Noroña, el mismo que se rasgaba las vestiduras en defensa de los pobres, los marginados, los inconformes. Ese hombre, hoy convertido en censurador en jefe, utilizó la tribuna más alta del país para ejecutar una venganza política disfrazada de acto institucional.
La metamorfosis de Noroña es el reflejo perfecto de la transformación que ha vivido el movimiento que hoy gobierna. Pasaron de la calle al cadalso, de la consigna al castigo, de gritar contra los poderosos a comportarse como el peor de ellos, pero sin el decoro ni el disimulo que, al menos, exigía la historia a los autócratas del pasado.
La señal de alerta no es únicamente para el ciudadano humillado; es para todos los que creemos que la libertad de expresión es un derecho conquistado. El mensaje que se dio ese día fue claro: “si me criticas, te castigo”; ¡caray! la nueva moral del poder dice: “si me insultas, te arrodillas”. Se proclamó que la libertad solo es válida si aplaude al oficialismo... todo lo demás es injuria, es delito, es persecución.
Y lo más grave no fue el acto en sí, sino la omisión institucional. Porque cuando el poder se desborda y las instituciones no lo contienen, se abre la puerta al despotismo. Porque el silencio también humilla y si hoy callamos ante este abuso, mañana no podremos protestar cuando nos toque a nosotros.
Desde Chihuahua lo decimos con claridad: no vamos a callar, no vamos a normalizar la humillación como método de gobierno y mucho menos, aceptamos una transformación que convierte al Estado en aparato de venganza. Si esa es la izquierda que encabezan, entonces esa izquierda no es redentora: es verdugo.
Y no, no se trata de defender el insulto por el insulto, se trata de defender un principio: Que el poder debe tolerar la crítica y que un funcionario público no puede tener la piel más delgada que el papel con el que firma decretos.
Y quiero dejarlo claro: esto no es un pleito personal. Es una advertencia institucional. Lo que ocurrió con ese ciudadano es solo un síntoma de un mal mayor: el avance de una forma de poder que no tolera la disidencia, que no acepta el escrutinio, que quiere gobernar sin contrapesos ni críticas.
Por eso, desde Chihuahua —desde esta tierra que ha sabido resistir al centralismo, al autoritarismo y al clientelismo— alzamos la voz, porque la dignidad del ciudadano está primero. Porque la democracia no se construye con disculpas forzadas, sino con crítica, con transparencia, con congruencia.
El poder es prestado. Toleren la crítica: es el oxígeno de la democracia.