
Realizan foro para modificar proceso de elección de titular de la CEDH
Es impresionante la forma en la cual se ha desandado el camino de la transición a la democracia. Entre 1977 y 1996 se plantearon y concretaron reformas para afirmar la competencia en condiciones de equidad por la titularidad de los cargos de representación popular como el método de convivencia entre opciones que convergen en el imperio de la ley y disienten en el rumbo de la Nación, aunque también pudiéramos distinguir coincidencias esenciales, como el principio de la inalienabilidad de la soberanía.
La razón del impulso fue nítida: la falta de legitimidad de la mayoría imperante, paradójicamente respaldada en resultados electorales claros, pero ajenos a la credibilidad, primero tolerados por la mayoría de la sociedad y, luego, disputados e impugnados por argumentarse falta de autenticidad.
El régimen heredero de la Revolución y garante del cumplimiento de la primera Constitución social del siglo XX, asignó la justificación de las reglas -escritas y no escritas- para mantenerse en el poder al objetivo de elevar la calidad de vida de la mayoría de la población. Hubo avances, sin duda, pero también mucho a deber. Si bien se elevó la expectativa de vida y el promedio de escolaridad, al tiempo que se ensanchó la clase media, cien años después de la Constitución expedida en Querétaro, la desigualdad social, la pobreza y la pobreza extrema pervivían como una realidad lacerante y extendida. Y también la presencia de la corrupción.
En mucho, la transición a la democracia fue un pacto político de varias décadas en el espacio de quienes integraban y enriquecían la clase dirigente o, si la connotación le parece molesta, las dirigencias políticas de distintas corrientes de pensamiento. Y si bien esas dirigencias encontraban correspondencia en los ámbitos de la ciudadanía en el complejo y variado mosaico nacional, al grado tanto de motivarla y alentarla, como de recibir y responder a sus impulsos, la densidad social de las dirigencias políticas y la ciudadanía emergente y empoderada no trascendió a la mayoría de las personas con derechos políticos.
Quizás el mayor rezago de la transición democrática haya sido dar por sentada la existencia de ciudadanía para sostenerla y profundizarla. El pueblo de los artículos 39, 40, 41 y 136 constitucionales es, en la instancia política más pura, la ciudadanía; mexicanas y mexicanos con derechos y obligaciones. Si bien toda persona accede a la ciudadanía por el paso del tiempo y la presunción de honestidad, a fin de hacerla universal entre la población mexicana, la formación de ciudadanía implica la vivencia efectiva de los derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales, así como el cumplimiento de las obligaciones con la comunidad, que en lo esencial significa conducirnos de acuerdo con la Constitución y las leyes, porque asumimos sus principios y su imperio como el pacto social más representativo de los valores y principios que se profesan y sostienen.
Un componente significativo de la transición a la democracia fue la limitación del poder presidencial, aún después de la lección de Lázaro Cárdenas para ejercer el cargo sin recurrir al ejercicio de la fuerza y la muerte del Jefe Máximo; pluralidad y acuerdos en el Congreso para afianzar la legitimación, revisión judicial y garantía del imperio de la Constitución en la Corte para sustentar certidumbre y confianza y órganos autónomos con competencias especializadas sujetas a principios, leyes y rigor técnico para establecer políticas públicas de Estado, no de gobierno, como la electoral, la de información pública y protección de datos personales y la del control de la emisión de circulante y la inflación.
En ese recorrido los significados del voto para elegir, del funcionamiento de las instituciones con base en el interés de la comunidad plural y de la evaluación de la gestión con base en la rendición de cuentas tuvieron desarrollos por demás dispares: el sufragio se afirmó como la fuente del poder normado, cuidándose de ponerlo a salvo de injerencias ajenas a la ética e ilegales; el desempeño se asumió con los márgenes de las personas titulares de los mandatos, sobre la base de las aspiraciones políticas, los límites de los contrapesos orgánicos y, en su caso, el ejercicio de la comunicación social y la propaganda; y la valoración de la cuenta dada no ha tenido ciclos reales, aún en las alternancias en la presidencia, sin demérito de la carga comicial de la forma en la cual se ha caracterizado a la o las gestiones precedentes.
Más allá de la captura de las instituciones electorales para lograr la mayoría calificada para el gobierno actual en la Cámara de Diputados y la construcción de la misma en el Senado, el conjunto de reformas constitucionales para articular el régimen absoluto edificado desde la presidencia de la República ha sido aceptado por la mayoría en nuestra sociedad. No es solo debilidad coyuntural de los partidos opositores; hay, en el caso del PAN y del PRI, debilidades estructurales y, en el de MC, exceso de confianza en la coyuntura. Pero es algo más complicado: las personas ciudadanas no ven ni perciben y, menos buscan, que su ámbito esté en la consideración del desempeño gubernamental o la exigencia de resultados a la luz de las facultades y los recursos que se ejercen para tomar decisiones.
Por la ausencia de ciudadanía formada para la construcción y actuación de un régimen democrático ha sido tan fácil la captura de las instituciones electorales, la reconcentración del poder en la presidencia, la simulación del control de la gestión pública del Congreso, la toma “democrática” del Poder Judicial, el control de los medios de radiodifusión del Estado y el despliegue de un aparato de propaganda diseñado para el asentimiento con la figura presidencial, no para informar y formar el debate público en la pluralidad (art. 6o., B, V de la Constitución), como será sencillo modificar el sistema electoral para controlar los comicios y la traducción de los votos en cargos.
La mayoría de las personas electoras está hoy ocupada en asuntos cotidianos y materiales, lejos de las legítimas advertencias sobre el sistema de libertades y derechos y la zona de riesgo en la cual se encuentra. No queda más que reconocerlo, al gobierno precedente y al actual les ha resultado la decisión de dedicar una parte sustantiva del dinero público (1.1 de 9.3 billones del Presupuesto federal para este año) a pagar subsidios periódicos en efectivo bajo la explicación de que se trata de un derecho. La responsabilidad social gubernamental con la generación de mejores condiciones de vida en el plazo de cada gestión y no solo aportar al gasto de consumo más inmediato, o a la vinculación del recurso a determinados objetivos sociales evaluables es algo que no importa a la casi totalidad de quienes reciben dinero que ayuda pero no transforma.
En otro plano, los agentes esenciales del poder se han acomodado. Conocieron la dominancia del PRI y las prácticas de hoy son similares; el sector privado lato sensu no está preocupado por la democracia y las libertades; las Fuerzas Armadas disfrutan hoy un espacio más amplio que el de la institución disciplinada de los regímenes post revolucionarios y campean en ámbitos que por décadas fueron de naturaleza civil; la Iglesia Católica lee a su grey y se expresa cuando es necesario, pero se guía por la conformidad de la mayoría; y los medios de comunicación -tradicionales y de la digitalización- tienden a mostrar la dicotomía entre el negocio y el servicio. Aquí la tensión es más que evidente porque tal vez el único espacio restante para la ambición autoritaria es la libertad de expresión.
No está en el pensamiento de la mayoría que vota, pero la libertad de difundir información, ideas y opiniones es espacio indispensable para preservar y contribuir a formar la ciudadanía que requieren la política y la convivencia democrática. Es deber de la ciudadanía ya formada y presente.